Comentario
Si en lo sustancial Urbano VIII (1623-44) no transformó Roma, la marca del mecenazgo Barberini fue determinante en su conformación como ciudad barroca. El clima cultural que hizo posible la Roma de los Barberini, está unido al ficticio mantenimiento del papel político de la Iglesia e implicado, con cierta intolerancia, en la defensa de la ortodoxia católica. A pesar de la relajación del rigor de la primera Contrarreforma, fue este pontificado el del proceso a Galileo (1633) y el de la condena del jansenismo (1642), pero también el que mejor supo asumir los sentimientos de riqueza, de exhibición y de fastuosidad en la manifestación triunfal de la Iglesia, el que con más fuerza otorgó al arte una función dialéctica que, con festiva suntuosidad, pasó por ser el medio más poderoso de propaganda y de persuasión ideológicas, el que más estimó las obras artísticas como dirigidas "ad maiorem Dei gloriam", y el que más las tuvo por instrumentos difusores de aquellos principios políticos en que se asentaba la autoridad de la Iglesia y el Papado, a cuya sombra se encontraba la ambición de los Barberini.Pero, aun así, la inclinación y liberalidad que demostraron por la cultura y las artes, se manifestó en su interés por cualquier tipo de experiencia y orientación estilística. Urbano VIII, el refinado y dulce cardenal poeta que componía dísticos latinos a las obras de Bernini, una vez papa, mostró su rígida y desenfrenada perentoriedad en la ejecución de sus proyectos. Que se popularizara el pasquín "quod non fecerunt barbari, fecerunt Barberini" (referido al bronce que necesitó para el Baldaquino y que lo obtuvo con el expolio del Panteón), lo dice casi todo. Pero es un hecho que durante su pontificado, con la ayuda artística de Bernini, su casi ministro de propaganda, hizo de Roma la más grandiosa y bella de las capitales de Europa.El borrascoso fin de su pontificado con la guerra de Castro (1641-44) y el consecuente desastre económico, fue el inicio del papado de Inocencio X (1644-55), del linaje romano de los Pamphili, que impuso la austeridad a la corte pontificia. Artísticamente, la crisis empezó a vislumbrarse en la paulatina cesión por Roma a favor de París de su función de capital rectora de la cultura europea. Ni el papa, ni sus familiares fueron capaces de asumir la tarea de verdaderos mecenas y protectores de las artes. Tan sólo el sostén de la dignidad papal y la débil recuperación económica de la Iglesia permitió a Inocencio X superar momentáneamente la crisis, pero sin evitar que la actividad artística se resintiera por la falta total de continuidad y por las dificultades derivadas de los cada vez más raros encargos nobiliarios y del contradictorio comportamiento de los coleccionistas. Al declive del mecenazgo romano, incapaz de estimular y gestionar la producción artística, correspondió la afirmación de los marchantes de arte y la dispersión de las grandes colecciones.El contraste entre las dificultades reales del momento y el gran empeño financiero y monumental de muchas empresas artísticas de la segunda mitad del Seicento es tanto mayor cuanto que no formaron parte de ningún proyecto orgánico de reestructuración. Sobre todo, fueron el resultado de la conjunción de las personalidades de varios artistas, activos durante mucho tiempo, y principalmente, Bernini, Borromini y Da Cortona, capaces de mantener un nivel altísimo en todas las fases de su carrera, con resultados siempre innovadores.Con el pontificado del cultísimo Alejandro VII (1655-67), miembro de la familia Chigi, mecenas por tradición familiar, amante y experto del arte, parecía que iba a reanudarse el perdido mecenazgo humanista. Pero las empresas realizadas por esos años en Roma, y que culminaron en el decidido empeño de acabar las obras en la Basílica Vaticana, tan sólo confirman una impresión, no la realidad: que el mecenazgo de altos vuelos e inspirado fue exclusivamente pontificio reduciéndose paulatinamente en cantidad y calidad los encargos de la aristocracia. Por lo demás, las dispendiosas empresas papales, como la construcción de la Columnata frente a San Pietro, contrastan con la miseria de la población que, al iniciarse el papado Chigi, fue azotada por la peste (1656), lo que agudizaría su ya crítica situación hasta límites que rozaron la tragedia. En este clima que vivía Roma, las dificultades con que tropezaron los artistas no fueron ni pocas, ni nimias, como lo demuestra la sensible mengua del flujo hacia Roma de artistas tanto extranjeros como italianos. A falta de la financiación dispensada por los Barberini, la Accademia di San Luca comenzó a presentar problemas, y artistas de la indiscutida calidad de Poussin vieron reducida su actividad. El que Alejandro VII se plegara a la voluntad de Luis XIV, permitiendo el viaje a Francia (1665) de Bernini, precisamente en el momento de mayor necesidad en la ejecución de los trabajos vaticanos: Columnata, Cátedra y Escalera regia, habla del enorme prestigio del artista, pero también del escaso ascendiente del Papado.Si Roma, en su acusado declive político, social y económico, aún siguió siendo Roma, fue gracias a la actividad de los tres artistas citados, que siguieron manteniendo sus altos niveles operativos y sus mismas capacidades creadoras. Pero, muerto en 1667 Borromini y en 1669 Da Cortona, el único que quedó vivo fue Bernini, que moriría en 1680, sin toparse tan siquiera con un papa Pamphili. Del mecenazgo papal tan sólo quedaban los rescoldos, y así Clemente X (1670-76), de la familia Altieri, se limitó a trasladar a su pontificado los comportamientos ya consagrados por la nobleza romana. Del resto, mejor no hablar.